No quiero miedos, pero tampoco quiero echarlos.
Quiero guerras salvajes debajo de las sábanas.
Saber que los miedos se irán escarmentados, de
esto tan perfectamente imperfecto que tenemos,
cuando rías sin parar con mis cosquillas cobardes.
No soy nadie para espantarlos, pero si soy
quien te puede acoger entre mis brazos.
Con tu cabeza en mi pecho, salvándome una noche más.
Te miro y me veo. Me ves y te miras. Te sonrojas,
no aguantas la mirada. Esa mirada que tengo llena
de amor para ti. Para mí, para los dos.
Tu piel me eriza el alma y se me estremece el vello,
que se rocen y rozarnos. Volar sin salir de la cama
es tan fácil como lo es comerte a besos cada mañana.
A veces nos llegan esas malditas putas que llevan
de apellido dudas. Las acogemos entre nuestros
cuerpos desnudos. Nos retorcemos y las retorcemos
pero en el colchón solo hay sitio para los dos.
No cabe nadie más, sobra hasta el aliento entre tu boca y la mía.
Aquella noche de Noviembre te vi y se paró todo.
Oí quebrarse cada uno de mis huesos mientras me
atravesaba y calaba tu ardiente mirada. Tus colmillos
brillaban bajo los neones buscando un sitio donde atacar,
donde clavarlos para dejarme una marca que durará toda la vida.
Tu saliva pedía una tregua mientras mi cuerpo se lanzaba a la guerra.
La persecución entre tu boca y mi cuello duró apenas unos segundos,
hasta que explotaron salvajemente tus ganas y mi deseo.
Ahora, cada mañana, tu aliento en mi oído me da fuerzas,
fuerzas para seguir adelante, para cogerte y desgastarte la lengua
con mi lengua, tu espalda con mi pecho y mis palabras con tu amor.
No sé nada del amor, lo dije muchas veces, pero lo que siento cada
día que pasas a mi lado, no tiene explicación. Salvo la respuesta
a todos los males de este puto mundo.
Vértigos y otras Drogas © 2024.
Hecho con mucho amor.