No hay gigantes ni enanos,
no bailamos;
porque el mundo,
simplemente,
deja de ser mundo.
Vida entera vislumbrando abismos,
(sobre) viviendo en precipicios,
con finales y sin ningún principio.
Enanos se tornan gigantes entre ostracismo.
Laberintos llenos de tambores batientes,
lágrimas de rabia en el sendero.
Me elevo, puedo rozar el sol,
mientras me llega la caída, vacía, al vacío.
Me levanto por orgullo,
cada mañana, exhausto, muerto.
Me levanto por orgullo,
cada mañana a buen puerto.
Me levanto lleno de orgullo,
sintiendo el río de tu aroma por mi espalda.
Me levanto lleno de orgullo,
salvándome de la deriva sin herida.
Galopadas salvajes sin fin ni rumbo,
infinitamente sin Dios ni amo.
Despertares en gritos ahogados
y sudores fríos ahora sin polvo.
Mareas imposibles sin diques,
corrientes con contras y peros.
Tormentas y granizo en la psique,
kilos de arena sin puerto.
Náufrago que naufraga,
soy mensaje en la botella,
siempre vacía a mi costa,
naufragando hasta tus costas.
Me sigue costando un mundo
sobrevivir en este mundo inmundo
vacío, hueco, superfluo e intoxicado.
Mudo, a cuestas me hundo.
El cielo cubierto de estrellas,
una noche más, una noche menos,
es lo único que no cambia, porque,
en el fondo, todo cambia. Fugaz.
Existen noches cálidas bajo un manto de besos,
existen frías, en las que anhelas en la cama un abrazo.
Cuando ocurre, no son más que momentos fugaces;
ratitos en los que para nosotros eran más que salvajes.
Recorrimos kilómetros escuchando esa canción,
buscábamos vientos del norte que nos hicieran encontrar nuestro sur,
el verde se colocaba por cada recoveco de nuestro alma
mientras aguantábamos náuseas de vértigos y miedos.
Delirando en una habitación de hotel mientras huíamos,
sin saber hacía dónde ni cómo,
dejando atrás restos de química y miradas cómplices.
Furtivos te quieros y bailes salvajes entre esas cuatro paredes.