No hay gigantes ni enanos,
no bailamos;
porque el mundo,
simplemente,
deja de ser mundo.
Las agujas del reloj marcaban exactamente las siete de la tarde, después de una larga jornada laboral, Luca salía de su puesto de trabajo camino a casa. El frío era casi insoportable, la ventisca de nieve le golpeaba el rostro y a duras penas podía avanzar por el viento. El suelo era un manto blanco, las luces de navidad coronaban toda la ciudad y los chiquillos no paraban de jugar con la nieve. Una ajetreada corriente de personas llenas de bolsas con regalos hacía todavía más complicado andar. – ¡Qué locura la navidad! – pensaba para sí mismo.
Tu ajetreada vida y tu prisa no son suficientes para que te hayas detenido frente a mí. Me miras y te miro. Se congelan los mares y las olas vuelven con más resaca que nunca. Pero no me inmuto, me mantengo firme, inmóvil sin quitarte la mirada de tus dilatadas pupilas. Me sonríes. Me dices que he cambiado. No digo nada. Vuelves a la carga y de tu boca puedo sentir y acariciar cada una de las palabras que balbuceas. Repites que me ha cambiado.