Tu ajetreada vida y tu prisa no son suficientes para que te hayas detenido frente a mí. Me miras y te miro. Se congelan los mares y las olas vuelven con más resaca que nunca. Pero no me inmuto, me mantengo firme, inmóvil sin quitarte la mirada de tus dilatadas pupilas. Me sonríes. Me dices que he cambiado. No digo nada. Vuelves a la carga y de tu boca puedo sentir y acariciar cada una de las palabras que balbuceas. Repites que me ha cambiado.
Físicamente no soy la misma persona, salta a la vista. Aunque el verdadero cambio, sí tenías razón, está en mi interior. Puede que no lo refleje, que cada día me ponga la coraza que llevo a cuestas como una maldita carga, lo que me da valor para encarar un día y sentirme seguro dentro de mi tremenda inseguridad. Hace tiempo que ya no soy igual. Tus balas y mis guerras pasan de largo pero jamás se van.
Te vuelves a ir sin despedirte, como cada mañana de oleaje. Tan solo eres capaz de sellarme los labios con tus dedos mientras me abofetea el humo de tu cigarrillo para susurrarme que no he cambiado. Que nunca lo hice. Abro los ojos y sigo esperando frente al espejo, firme, inmóvil, con las pupilas dilatadas, a que me traigas el café y tus buenos días.
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