Yo agarraba el micro entre mis manos mientras apuraba el último trago de mi copa. Ajeno a todo, liberándome de todo los demonios que llevo dentro. Esos, que sin cadenas, vivían atados a mí. De los que por mucho que corriese, sin ningún rumbo fijo, no conseguía dar esquinazo; siempre me alcanzaban arrollándome sin piedad.
Había llegado hace un par de días de viaje. De varios viajes mejor dicho… Aquella vez fue la primera ocasión en la que pude abrazarla, dejando que me calase hasta el fondo. Efectivamente fue mi primer contacto contigo. Mi salvavidas en el momento oportuno, mi cable a tierra, mi cordura entre tanta maldita locura… Y todo esto sin yo ni siquiera pedírtelo… sabías como hacerme bien. Pero eso pasa a un segundo plano cuando cualquier vicio te hace sentir el calor de nuevo, el calor de la vida. Ese último rock.
Solté el micro mientras me apoyaba en la barra. En aquella época bebía demasiado. Nos llevábamos bien, yo nunca juré no volver a beber y el alcohol hacía que los peajes de las resacas fuesen asequibles. Tú bailabas de espaldas, meneabas la melena como una loca.
Como si no hubiese un mañana aunque el amanecer estaba más cerca cada vez. Me tomé 5 o 6 copas más hasta que decidí tropezarme contigo. Los hielos chocaban con mi boca mientras mis ojos, a través del vaso, se clavaban en tu profunda mirada. Sigo sin recordar ninguna de las palabras que torpemente cruzamos, no quiero acordarme. No recuerdo ni siquiera tu cara, aún desconozco tu nombre. Prefiero no saberlo jamás. Pero aún retumba en mi cabeza aquella frase que dijiste antes de despedirte:
«No cambies nunca»
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Hecho con mucho amor.